MARIA EN EL CAMINO DE LA FE

NOVENA A MARIA AUXILIADORA

Cuarto día.

La fe de María es la fuerza integradora de su vida. Si hay algo que revela la grandeza de María es la exclamación de Isabel: "Dichosa la que ha creído que se cumpliría lo que le fue dicho de parte del Señor" (Le 1,45).1 María es un signo de la gracia de Dios y de la actitud responsorial a la iniciativa libre y benevolente de Dios.

La fe de María puede parangonarse a la de Abraham, llamado por el Apóstol "nuestro padre en la fe" (Rm 4,12). En la economía salvífica de la revelación divina, la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza (RM 14).

María está situada en el punto final de la historia del pueblo elegido, en correspondencia con Abraham (Mt 1,2-16). Abraham es el padre de los creyentes (Rm 4) y el paradigma de los justificados por la fe. A Abraham le fue hecha la promesa de un hijo y de una tierra (Gn 12,lss); y efectivamente, aún siendo anciano, Dios le dio un hijo de Sara, su mujer estéril. Y, cuando Dios le pidió a Isaac, el hijo de la promesa, el patriarca obedeció, "pensando que poderoso era Dios aún para resucitar de entre los muertos" (Hb 11,19), y Dios en el monte proveyó con un cordero. Abraham en su historia vio que Dios es fiel; aprendió existencialmente a creer. Apoyado en Dios recibe la fecundidad de su promesa.

Abraham, el padre de los creyentes, es el germen y el prototipo de la fe en Dios. Y en María encuentra su culminación el camino iniciado por Abraham. El largo camino de la historia de la salvación, por el desierto, la tierra prometida y el destierro, se concretiza en el resto de Israel, en María, la hija de Sión, madre del Salvador. María es la culminación de la espera mesiánica, la realización de la promesa. María es el "pueblo de Dios", que da "el fruto bendito" a los hombres por la potencia de la gracia creadora de Dios.2

María, hija de Abraham, con su fe supera las incredulidades de los hijos de Abraham. En María se cumple el signo que Acaz, en su incredulidad, no había querido pedir a Dios, cuando, por el profeta Isaías le invitaba a confiar en Él en vez de aliarse con Asiria: "He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel" (Mt 1,23; Is 7,14). María no duda de Dios, como lo hizo Acaz. La fe de María borra la incredulidad de Israel y así madura en el seno de Israel el "fruto bendito" de Emmanuel.

El Concilio Vaticano II ha afirmado que María ha caminado en la fe; más aún, ha "progresado" en la fe: "También la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (Jn 19,25)" (LG 58). María se consagró a la voluntad salvífica de Dios, "como cooperadora de la salvación humana por la libre fe y obediencia" (LG 56). Esta fe de María, como la de Abraham, va mucho más allá de lo que comprende. Acepta sin reservas la palabra que el Señor la comunica. Y esa aceptación abarca todo lo que en el camino el Señor le irá mostrando a su tiempo.

"Ya desde el Antiguo Testamento la figura y la misión de María se presenta como envuelta en la penumbra de los oráculos proféticos y de las instituciones de Israel. En los umbrales del Nuevo Testamento se levanta sobre el horizonte de la historia de la salvación como síntesis ideal del antiguo pueblo de Dios y como madre del Cristo Mesías. Y luego, a medida que Cristo, `sol de justicia' (Ml 3,20), va avanzando por el firmamento de la nueva alianza, María sigue su trayectoria como sierva y discípula de su Señor, en un crescendo de fe. En el punto más alto de su culminación, que es el misterio pascual, Cristo hace de su madre la madre de todos sus discípulos de todos los tiempos. De aquella hora la Iglesia aprende que María pertenece a los valores constitutivos de su propio Credo"2

María, desde el momento de su fíat, es Israel en persona, es la Iglesia en persona. Con su fíat se convierte en Madre de Cristo, pero no sólo en sentido biológico, sino como realización de la alianza establecida por Dios con su pueblo. María es proclamada dichosa "porque ha creído en el cumplimiento de las palabras del Señor" (Lc 1,45). Es lo que confirmará más tarde el mismo Jesús, ampliándolo a todos los creyentes: "Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la guardan" (Lc 11,28). En la maternidad de María se da el factum y el mysterium, el hecho y su significado salvífico: madre en su seno biológicamente y en su corazón por la fe. Las dos cosas son inseparables. El hecho sin significado quedaría ciego; y el significado sin el hecho, estaría vacío. La mariología se presenta auténticamente cuando se basa sobre el acontecimiento interpretado a la luz de la fe. No se puede, por tanto, confinar la maternidad de María en el orden biológico. La salvación operada por Dios en la historia se realiza plenamente en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Ya la concepción de Jesús supone una fe que supera la fe de Abraham (y más la de Sara que ríe incrédula). La Palabra de Dios, que quiere hacerse carne en María, requiere una aceptación sin reserva, con toda su persona, alma y cuerpo, ofreciendo toda la naturaleza humana como lugar de la Encarnación.

La fe de María es un acto de amor y de docilidad, suscitado por el amor de Dios, que está con ella y la llena de gracia. Como acto de amor es un acto totalmente libre. En María se da plenamente el misterio del encuentro entre la gracia y la libertad. Esta es la grandeza de María, confirmada por Jesús, cuando una mujer grita en medio de la gente: "Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron" (Lc 11,27). La mujer proclama bienaventurada a María que ha llevado a Jesús en su seno. Isabel la había proclamado bienaventurada, en cambio, porque había creído, que es lo que confirmará Jesús: "Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan" (Lc 11,28). Jesús ayuda a aquella mujer y a todos nosotros a comprender dónde reside la verdadera grandeza de su Madre, que "guardaba todas las palabras en su corazón" (Lc 2,19.51).

Ante lo que no entiende, María guarda silencio, un silencio de acogida, conservando en su corazón esa palabra de Dios, que son los hechos de su Hijo. Es, a veces, un silencio doloroso, de renuncia, de abandono a los planes de Dios, el Padre de su Hijo. María fue preservada de todo pecado, pero no de "la fatiga de la fe". Si a Cristo le costó sudar sangre entrar en la voluntad del Padre, a María no se la privó del dolor, de la agonía en la peregrinación de la fe, para ser la madre, no sólo física, sino en la fe, de Jesús, "cumpliendo la voluntad de Dios" (Mc 3,33-35). San Agustín comenta este texto, diciendo:

¿Acaso la Virgen María no hizo la voluntad del Padre? Ella que, por la fe creyó, por la fe concibió y fue elegida por Cristo antes de que Cristo fuera formado en su seno, ¿acaso no hizo la voluntad del Padre? Santa María hizo la voluntad del Padre enteramente. Y por ello es más valioso para María haber sido discípula de Cristo que haber sido su Madre. Antes de llevar al Hijo, llevó en su seno al Maestro. Por ello fue dichosa, porque escuchó la palabra de Dios y la puso en práctica.3

María es madre de Jesús en lo profundo de su corazón. Lo es por don de Dios y por su acogida del don: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). En su fe, María acoge a Dios, que engendra en ella a su Hijo en el mundo, por obra del Espíritu Santo. El mérito de María fue el de creer; el de acoger: "El ángel anuncia, la Virgen escucha, cree y concibe. El espíritu cree, el seno concibe".4 María acoge en su alma y en su cuerpo al que es la Palabra de Dios. Esta fe acogedora es, ella misma, un don de Dios, un fruto del Espíritu. El "he aquí la esclava del Señor" de María nos hace presente la distancia entre el Señor y la sierva. La sierva obedece al Señor. Pero esta obediencia, que caracteriza la vida de María y la existencia cristiana, es lo contrario de la pasividad. El "aguardar despierto", la "disponibilidad activa", es la arcilla húmeda en la cual, y sólo en ella, puede imprimirse la forma de Cristo.5

Fe y virginidad maternal están unidas en María. La fe es siempre virginal, se apoya siempre en Dios, busca en Él la salvación y cree en lo imposible. La Virgen María se entrega al poder que triunfa en la flaqueza (2Co 12,9), al Dios de lo imposible (Le 1,37), que "de las piedras puede suscitar hijos de Abraham" (Mt 3,9). En su virginidad creyente, María es el símbolo acabado de la fe. El Espíritu es la fuerza de su fe y de su maternidad y el sello de su virginidad: él suscita la vida de María, dando la fe que acoge esta vida. La fe forma parte de la gracia de la maternidad que Dios concede a María.

Pero siendo toda receptiva, María no está pasiva, coopera en su corazón y en su cuerpo. Pues el espíritu que se apodera de ella es el dinamismo de Dios, que se derrama en el hombre haciéndolo participar de su acción. Receptora, la fe es activa: acoge con solicitud. María concibió en su alma antes que en su cuerpo: ésta es la forma de actuar de Dios, cuya gracia se da haciéndose acoger por la fe.

1 M. SCHMAUS, Teología dogmática I, Madrid 1963, p.36.
2 Ibídem, p.284.
3 A. SERRA, Biblia, en NDM, Madrid 1988, p.378-379

4 SAN AGUSTÍN, Sereno 72A.
5 SAN AGUSTÍN, Sermo 13: PL 38,1019.

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