¿QUIÉNES
SON LOS “BARTIMEOS”, “LOS MARGINADOS” DE HOY?
¿A quién encontramos tirados “al
borde del camino” de la vida? ¿Qué produce estas situaciones? ¿Qué papel
jugamos nosotros como cristianos ante estas realidades? A Jesús le pedimos,
como el ciego, que “veamos” estas realidades, que no pasemos de largo, que nos
convirtamos en “prójimos” de los “arrinconados” por la sociedad. Caritas,
Pobreza Cero y muchas otras organizaciones, cristianas y no cristianas, ya
están “embarcadas” en esta tarea de hacer del mundo un lugar mejor y más digno
para todas las personas, sin distinción. Así nos lo enseñó Jesús de Nazaret. El
Evangelio abre siempre nuevas posibilidades de una vida más digna y más justa
para todos, nuevas esperanzas, nuevos retos…
He
aquí una típica situación de marginación: al borde del camino se encuentra un
hombre que, por ser ciego, es pobre y dependiente y, a diferencia de los demás,
no puede caminar por sí mismo. La marginación de cualquier tipo es un fenómeno
siempre incómodo. Y no sólo para quien la sufre, sino también para los demás,
para los “normales” que pasan de largo por el camino mirando hacia otra parte.
Los
marginados de cualquier tipo, gritan y molestan. Imploran ayuda y nos ponen en
cuestión. El propio confort y seguridad se hacen molestos ante el rostro
inquietante de la marginación. Una forma de esquivar esta incomodidad es
hacerse sordo a sus gritos, hacerlos callar, como hacen “muchos” de los que
caminaban alrededor de Jesús, que tratan de que, además de ciego, el pobre se
haga mudo. Una forma de acallar esos gritos es, por ejemplo, convertirlos en
“un problema” abstracto, anónimo, sin nombre y sin rostro.
El
primer detalle significativo del Evangelio de hoy es que, a diferencia de lo
que sucede en otros pasajes de curación, aquí se nos dice el nombre y algo de su
procedencia: es el hijo de Timeo, Bartimeo, esto es, alguien concreto, con
nombre, con una historia y unas relaciones, con sentimientos, deseos y
esperanzas, frustrados precisamente por su situación de marginación. Es normal
que gritara en cuanto percibiera la más mínima esperanza de curación.
Desde
Jericó Jesús se prepara para subir a Jerusalén, donde consumará su destino
mesiánico. La salvación está cerca. El ciego sentado al margen del camino,
sabiendo que pasaba Jesús de Nazaret, implora piedad al tiempo que lo confiesa
como el Mesías, “Hijo de David”.
Jesús
no percibe en el grito del ciego la molestia que ocasiona la marginación, sino
la angustia y el sufrimiento de la persona concreta. El sufrimiento, de hecho,
no le es ajeno en absoluto, lo conoce en primera persona pues por su
encarnación “está él mismo envuelto en debilidades”, y puede compadecerse de
los que sufren. Es la vía del sufrimiento hasta la muerte la que realiza su
realeza, su filiación davídica, su mesianismo. Así que, a diferencia de los
demás, Jesús se detiene, y llama al ciego, y entabla con él un diálogo, se abre
a sus necesidades y se dispone a escuchar sus deseos. Es interesante que le
pregunte: «¿Qué quieres que haga por ti?», como si no fuera evidente. Pero es
que a la hora de acoger y ayudar es importante (tal vez, lo más importante)
dejar que la persona se exprese y pueda exponer sus necesidades y deseos.
A
veces la ayuda social puede hacerse de manera profesional y especializada:
“sabemos” mejor que el necesitado lo que necesita, y podemos hacer de él “objeto” de una caridad
burocratizada, que no da lugar al encuentro personal, al diálogo con la
persona, a que ésta pueda ejercitar el mínimo de autonomía de que todavía
disfruta: siquiera decirnos su nombre (“no soy sólo un ciego, sino yo,
Bartimeo”), exponer su necesidad y su pobreza, expresar sus deseos y manifestar
sus sueños. Hay formas de ejercer la “caridad” que pueden ser modos encubiertos
de hacer callar el grito de los marginados. Jesús, como vemos hoy, actúa de otra
manera: oye el grito, llama, escucha, deja al otro ser él mismo, y sólo desde
ahí actúa curando.
Sanar
la marginación no significa necesariamente hacer milagros, ni siquiera resolver
problemas. No siempre está en nuestras manos, desde luego, lo primero, ni
tampoco siempre lo segundo. Pero sí que podemos escuchar, acoger, respetar al
otro en su idiosincrasia y en su concreción, reconocerlo como persona dotado de
esa mínima pero fundamental autonomía que consiste en expresarse, en decirnos
su nombre, su procedencia, sus deseos, sus esperanzas y, por tanto, también su
fe.
No
ser sordos a este grito y este clamor es una primera forma de curar la ceguera,
la causa de la marginación. Jesús, que atribuye la curación de Bartimeo a su
propia fe, tal vez nos esté diciendo justamente que para superar la marginación
hay que prestar atención y ayuda, pero también dejar al otro poner su parte y
ejercer su margen de autonomía, por pequeña que esta sea.
El
milagro que Jesús ha obrado con la cooperación de la fe del ciego no consiste
sólo en la recuperación física de la vista, sino también en el hecho de que
Bartimeo abandona su situación de marginación y se integra al camino por el que
marchaban todos, y lo hace además en el seguimiento de Jesús: “lo seguía por el
camino”. Descubrimos que la llamada de Jesús, guiada por la compasión, era
además una llamada al seguimiento. Responder a la llamada exige fe y también
generosidad. Como los primeros apóstoles dejaron sus redes, Bartimeo, para
responder a la llamada, dejó su escasa riqueza, su manto, que era su casa y su
abrigo.
Cada
uno de nosotros puede reconocerse en el ciego Bartimeo. Todos tenemos nuestras
cegueras, nuestras limitaciones (físicas, intelectuales, psicológicas,
morales), nuestras dependencias, que nos marginan de un modo u otro. Podemos
conformarnos con resignación e imponernos silencio a nosotros mismos. Pero
Jesús pasa a nuestro lado y tenemos que tener el valor de dirigirnos a él, de
gritarle nuestra necesidad. Quién sabe la cantidad de “curaciones” que nos
hemos perdido en nuestra vida por no haber sido capaces (por temor a las
reacciones de los demás, o por parálisis interior, o por orgullo o pereza…) de
dirigirnos a Cristo con fe.
Bartimeo
nos invita hoy a orar con insistencia, a acudir a Jesús y gritarle nuestra
necesidad, a no conformarnos con nuestras cegueras, nuestros horizontes
estrechos y limitados. Jesús nos escucha, nos deja hablar y expresarnos: ¿por
qué perder la oportunidad de abrir ante él, sin temor, con confianza, esto es,
con fe, nuestro corazón, nuestras necesidades, nuestros deseos y nuestras
esperanzas, para que él, escuchándonos, nos ponga en pie y nos cure, dándonos
la oportunidad de caminar por nosotros mismos y en su seguimiento?
Si
sentimos que, de un modo u otro, Jesús ya nos ha tocado y curado, si estamos ya
en camino, Bartimeo nos invita a examinar la calidad de nuestro seguimiento.
Puede ser que, como los apóstoles en estos últimos domingos, seamos todavía
ciegos para ciertos aspectos del mensaje evangélico.
Vivir
en el seguimiento de Jesús significa haber sido curado de la ceguera que nos
impide caminar con libertad, pero también de las sorderas que nos impiden
escuchar los gritos de los que todavía se sientan al borde del camino y nos
importunan pidiendo ayuda. Ser seguidor de Jesús implica estar dispuesto a
pararse, a acoger, a escuchar, a ayudar en la medida de nuestras posibilidades
(unas veces personalmente, otras, junto con otros, uniendo fuerzas en
organizaciones adecuadas).
Es
un género de ayuda que auna, por otro lado, acción social y anuncio del
evangelio, solicitud por la necesidad y llamada a la fe y al seguimiento. Se
trata de dos dimensiones inseparables pero autónomas en cierto sentido. La
ayuda es incondicional: su motivación no puede ser otra que el sufrimiento
ajeno. Pero, por ser una ayuda realizada por y desde el seguimiento de Cristo,
no puede no remitir, desde el pleno respeto a la libertad y la autonomía
ajena, a la fuente de la que brota
nuestra capacidad de acogida y ayuda.
A
este respecto, hay otra forma de marginación que podemos entrever en el
evangelio de hoy. La dimensión religiosa está cada vez más ausente de los modos
de vida y de pensamiento del mundo en el que vivimos, que se ha hecho en gran
medida ciego para la fe y se va situando al margen de la experiencia cristiana.
Pero también esta forma de marginación y de ceguera grita de múltiples formas.
También a estos gritos tenemos los creyentes que prestar atención,
escuchándolos y tratando de darles una respuesta respetuosa y firme. Hay formas
de necesidad y de ceguera a los que sólo la fe en el Dios Padre de Jesucristo
puede responder.
Los
que tenemos fe debemos reconocer sin complejos que somos ricos de una riqueza
que no es nuestra y que hemos de compartir, somos depositarios de una luz que
quiere iluminar a todos. Por medio del testimonio de fe, que se expresa en el
amor y en la atención a las necesidades ajenas, Jesús mismo quiere hacerse
cercano también a esta forma de marginación y, dirigiéndose a cada uno,
preguntarle con solicitud: «¿Qué quieres que haga por ti?»
Al
sentarnos hoy “alrededor de la mesa” de la Eucaristía nos comprometemos a ser
esa comunidad de discípulos del Nazareno que abre sus puertas, sus corazones y
sus vidas a los “preferidos” de Jesús, a ser una Iglesia más acogedora y más
samaritana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario