Homilía del domingo XXX del Tiempo Ordinario
28 octubre 2012
Lecturas: Jer 31:7-9. Heb 5:1-8. Mc 10:46-52.
Hermanas
y hermanos,
Las
lecturas de este domingo XXX del tiempo ordinario nos invitan a reflexionar
sobre el deseo de Dios de sanar nuestro 'ceguedad' y llevarnos adelante en la
vida como un padre bueno llevaría a su hijo.
EL
GOZO DE JEREMÍAS.- En la primera lectura nos encontramos con el profeta de los
lamentos, el hombre de las maldiciones duras, Jeremías, el plañidero. En este
pasaje su alma se derrama en exclamaciones de gozo. Ante su mirada clarividente
de profeta se despliega el espectáculo maravilloso de la Redención. Ese pueblo
que ha sido destrozado, ese pueblo que tuvo que abandonar la tierra, y caminar
hacia países lejanos bajo el yugo del extranjero, ese pueblo deportado a un
exilio deprimente, ese pueblo, el suyo, ha sido salvado, ha recobrado la
libertad.
Todo
parecía perdido. Como si Dios hubiera desatado totalmente su ira y el castigo
fuera el aniquilamiento definitivo. Pero no, Dios no podía olvidarse de su
pueblo. Le amaba demasiado. Y a pesar de sus mil traiciones, le perdona, le
vuelve a recoger de entre la dispersión en donde vivían y morían... Esta
realidad palpitante que se sigue repitiendo sin cesar, debe mantenernos en la
confianza en el amor de Dios. Nunca es tarde, nunca es mucho, nunca es
demasiado. Nada puede apagar nuestra esperanza. Nada ni nadie puede cerrarnos
al amor. La capacidad infinita de perdón que tiene Dios, su actitud permanente
de brazos abiertos, pide y provoca espontáneamente una correspondencia
generosa, un sí decidido y constante a cada exigencia de nuestra condición de
hijos de Dios.
Caminar
por una ruta retorcida, dura y empinada, dejando el hogar cada vez más lejos,
los rincones que nos vieron crecer, los recuerdos de los momentos decisivos,
las alegrías y las penas, la tierra donde la vida propia echó sus raíces y sus
ramas, sus flores y sus frutos. Marchar, teniendo por delante un horizonte
desconocido, un paisaje envuelto en el azul difuso de las distancias, con unas
personas diferentes, entreviendo situaciones difíciles, con la inquietante duda
de lo que se desconoce y se ignora. Una caravana que avanza perezosamente entre
cantos de nostalgias, en el silencio de las lágrimas, pero puesta su esperanza
en Dios su Salvador.
Pero
Dios nos traerá nuevamente hasta nuestra buena tierra. Nos guiará entre
consuelos. Y las lágrimas se cambiarán en risas, los lamentos en canciones
alegres. Dios nos devolverá el gozo del corazón. Nos colocará junto al torrente
de las aguas, nos llevará por un camino ancho y llano, en el que no hay posible
tropiezo.
CRISTO,
NUESTRO SUMO SACERDOTE. La lectura a los hebreos describe a Cristo que es ‘del
orden de Melquizedec’. Eso es en referencia al hombre enviado por Dios (un rey
de Salen), quién dio el pan y vino a Abrahán (Abran todavía), en la vuelta a
casa después de sus conflictos (Gen 14:18-19). Eso es como una profecía del pan
y vino de la Última Cena - y de nuestra misa de hoy. Él puede comprender a los ignorantes y
extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades. El autor de esta
Carta a los Hebreos nos dice, una vez más, que Cristo, por su muerte en cruz,
fue constituido por el Padre como nuestro sumo sacerdote. La vida de Cristo,
ofrecida por sí mismo al Padre, nos reconcilió de una vez para siempre con
Dios. Este sumo sacerdote nos comprende a nosotros, ignorantes y extraviados,
porque él mismo asumió nuestras debilidades, haciéndose en todo semejante a
nosotros, menos en el pecado. Cristo sabe que nosotros caminamos por la vida
llenos de debilidades, como ciegos y cojos; él quiere ser nuestra luz y nuestro
guía. Dejémonos conducir por él, para que en cada momento de nuestra vida
veamos con claridad el mejor camino que nos conduzca hacia Dios.
“MAESTRO,
QUE PUEDA VER”. En el Evangelio, seguimos viendo a Jesús en su camino a
Jerusalén, con sus discípulos. Es un camino espiritual y pedagógico, donde va a
ir abriéndoles los ojos con su enseñanza. Esta vez va a ser a través de un
ciego (paradojas del evangelio) que vive en las afueras de Jericó. El evangelio
nos dice que se llamaba Bartimeo; Pero además de él, es importante ver también
el papel que juega la gente y Jesús. Estos tres son los personajes que aparecen
en este pasaje.
Pero
antes, para centrar el evangelio, me gustaría retroceder en el tiempo,
haciéndome eco de la primera lectura. El pueblo de Israel ha vivido en el
destierro de Babilonia. Fueron expulsados de su tierra, perdieron el Templo y
hasta pensaron que Dios se había olvidado de ellos. Pero llega el momento de
volver a Jerusalén, y lo hacen unos pocos, “el resto de Israel”, y lo hacen con
alegría. Dice el texto del profeta Jeremías que, entre los que volvían, “hay
ciegos y cojos, preñadas y paridas”. Pero no todos entran en la ciudad santa. Algunos
tienen que quedarse “al borde del camino”, por su enfermedad, sinónimo de su
pecado para la mentalidad judía. Y entre ellos está el ciego Bartimeo.
Bartimeo
es ciego, por lo tanto pobre y pecador, no tiene trabajo, ni lo podrá tener por
su enfermedad, sinónimo de pecado, y tiene que pasar el resto de su vida
pidiendo limosna y viviendo en las afueras de la ciudad, en los bordes de los
caminos, alejado de la vida social y religiosa. Su única posesión es un manto
para taparse del frío y hasta eso lo suelta para responder a la llamada de
Jesús y seguirle con libertad. Soltar el manto es un símbolo de conversión, de
dejar atrás su antigua vida y abrirse a la vida nueva que Jesús le ofrece.
A
pesar de todo, Bartimeo manifiesta su fe en Jesús llamándole “hijo de David”,
que era el título con el que la gente del pueblo designaba al Mesías. Por lo
tanto, su fe en Jesús es grande y es la que hace posible el milagro. Su
reacción al recuperar la vida es convertirse en discípulo de Jesús y seguirle
en su camino hacia Jerusalén, hacia su pasión y muerte. Por eso Bartimeo es el
prototipo de todo discípulo, porque a los que somos discípulos de Jesús nos
cuesta verle en ocasiones, estamos ciegos. Sin embargo, cuando le descubrimos a
nuestro lado, nos llena de alegría y nos ponemos a caminar con Él.
Además
de Bartimeo, la gente que rodea a Jesús también juega un papel importante. Hay
mucha gente porque es el tiempo de la peregrinación pascual a Jerusalén y Jesús
y sus discípulos están a punto de emprender el último ascenso hasta la ciudad
santa. Esta gente simboliza a la comunidad cristiana, a la Iglesia. Y su
primera reacción es rechazar al pobre andrajoso que está molestando a Jesús. De
entrada, los pobres molestan. Pero Jesús les utiliza como mediación para que les
haga llegar su llamada. Es la comunidad la que le hace ver al ciego la llamada
de Jesús: “ánimo, levántate, que te llama”. Y finalmente es la comunidad la que
le acoge como un nuevo discípulo que se incorpora a caminar con ellos, tras
Jesús.
Y
finalmente, destacamos de Jesús que no se mueve por el centro de la ciudad, ni
por los lugares de poder y prestigio, sino que camina por las afueras, donde se
puede encontrar con los pobres y excluidos, con los que viven en los márgenes
de la vida, y que acogen con alegría su mensaje salvador. En esas personas
encuentra Jesús la fe necesaria para hacer los milagros que le piden. Su grupo
de discípulos estará compuesto, fundamentalmente, por personas así, sencillas y
pobres.
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