Nuestra Señora del Pilar



Homilía en la Solemnidad de Nuestra Señora del Pilar 
12 de Octubre de 2012.
P. Mauricio Merino

(1Cron 15,3-4.15-16;16,1-2; Sal 26; Hch 1,12-14; Lc 11,27-28)


Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

La Fiesta de Ntra. Sra., la Virgen del Pilar, es siempre el día grande de la Virgen que los vicentinos veneramos y amamos desde tiempo inmemorial como la que es Madre de Dios y, siéndolo, es a la vez la Madre de la Iglesia y la Madre de todos los hombres, en este día en que celebramos el día de la hispanidad, el día de la raza.

En días tristes y dolorosos, en las circunstancias más difíciles de la vida y, no en último lugar, en la hora de la enfermedad y de la muerte, ¿a quién acuden los habitantes de esta histórica e insigne Ciudad de San Vicente, de Austria y Lorenzana, seguros de ser acogidos maternalmente, sino a la Virgen del Pilar?

Nos encontramos celebrando nuestra fe en esta fiesta de la Virgen del Pilar que nos hace evocar la imagen de la impresionante iglesia de Nuestra Señora del Pilar, un tesoro arquitectónico de San Vicente, ícono de de nuestra devoción Mariana y testigo fiel de los grandes acontecimientos que se han sucedido en nuestra ciudad de San Vicente.

Los orígenes de este santuario se deben a un acontecimiento peculiar que se convirtió en una anécdota popular vicentina. Se afirma en esa leyenda que Don José Merino, devoto a la Virgen del Pilar, fue tres veces asediado a causa de un ataque de celos de su esposa Manuela de Arce quien quería matarlo a puñaladas  mientras dormía. Sus intentos fracasaron porque el cuadro religioso se movía todas las veces que ella intentó asesinarlo hasta que, en el último intento, Manuela recobró el juicio.

Luego de este suceso, Don José Merino quiso construir una capilla en honor a la virgen en 1762 pero falleció y no pudo ver la obra completa.  Posteriormente su esposa continuó y delegó la construcción a Francisco de Quintanilla. Quintanilla falleció dos años después de iniciar el proyecto y su hija Micaela estuvo a cargo y se concretó en 1769, año en que se bendijo el día 12 de diciembre.

Desde entonces este templo ha sido un lugar de profunda devoción mariana. Ante la imagen de la Virgen del Pilar han venidos los vicentinos de todas las épocas a elevar sus plegarias a Dios, confiados en el amor materno y la poderosa intercesión de la Virgen María, invocada bajo la advocación de Nuestra Señora del Pilar.

La visitan en su Capilla de la Basílica que guarda celosamente su imagen colocada sobre la columna que es réplica de aquella, en la que se manifestó al Apóstol Santiago, Patrono y Evangelizador de España, según nos relata con no contenida emoción una de las más queridas tradiciones de nuestra Iglesia.

Le rezan también en el seno de la familia y en esos momentos íntimos y escondidos de la oración personal ¡“La Virgen del Pilar” les acompaña siempre! Pero la Virgen del Pilar es, sobre todo, la Virgen de las familias de este noble pueblo Vicentino.

Es la Virgen a quien ofrecen sus hijos, recién nacidos, con ese gesto de tierna confianza que sabe no verse defraudado. Más aún ¡Ntra. Sra. la Virgen del Pilar es la Madre de la Hispanidad! Así la invoca la Iglesia en todas las Diócesis españolas en la liturgia de su Fiesta y así la siente el sencillo y fiel pueblo vicentino que la tributa muestras inequívocas de una devoción que no se recluye en los recintos de las Iglesias y de los lugares de culto, sino que alcanza, además, a los hogares y a las casas de un sinfín de familias vicentinas.

La virgen del Pilar es ¡Madre de España y Madre de aquellas naciones y pueblos en los que los españoles, desde el 12 de octubre del año 1492, sembraron incansablemente las semillas de la fe cristiana, es la Virgen del Pilar! Se dice con buenos argumentos históricos que el libro que acompañaba a Cristóbal Colón en su primer viaje del descubrimiento de América era un ejemplar de la Sagrada Escritura. La tradición del Pilar se encontraba –y encuentra– tan estrechamente vinculada al origen del Cristianismo y de la Iglesia en España que no era posible ignorarla en los siglos de la generosa, paciente e ininterrumpida siembra del Evangelio en los países de la América.

¡A esta Virgen del Pilar, Madre de la cristiandad hispana, a la Virgen que la ha acompañado en los momentos más universales y espiritualmente fecundos de su historia, queremos hoy, de nuevo, festejar con esa honda y limpia alegría que nace del corazón de sus hijos agradecidos que la reconocen y confiesan como la Madre de Dios y Madre suya!

He aquí el gran reto que se nos plantea hoy a la Iglesia y a los católicos al celebrar esta solemnísima Eucaristía en esta Basílica del Pilar de San Vicente en el día de la Fiesta Nacional de España: ¿reconocemos de verdad a la Virgen María como la Madre de Jesucristo, Hijo unigénito de Dios y Salvador del hombre? ¿la reconocemos, por tanto, como nuestra Madre en toda la profundidad del contenido espiritual de su maternidad para la Iglesia y para la humanidad? No deberíamos dudar de que un reconocimiento auténtico y sincero de la verdad de la persona de María, la Virgen del Pilar, como nuestra Madre –¡Madre del Cielo!– incluye, ciertamente, el Sí interior de nuestros sentimientos, pero mucho más comprometidamente el Sí pleno de la fe que configura luego nuestros pensamientos, palabras y obras.

Se trata de todo un reto existencial de máxima actualidad. Reto inevitable ante la constatación de la creciente impregnación de sectores muy considerables de nuestra sociedad por una mentalidad militantemente laicista, alejada de la fe cristiana; más aún, de la misma fe en Dios. O se le niega explícitamente o se le desconoce intelectual y culturalmente o se vive como si Dios no existiese.

Esta forma de pensar, de vivir y de comportarse en la vida privada y en la vida pública sin referencia alguna a Dios, ni explícita ni implícita, ha llegado también a los más variados ambientes donde transcurren la vida y la educación de nuestras jóvenes generaciones: la familia, la escuela, la Universidad, lugares y tiempos de las ofertas culturales, del deporte y de las diversiones en general.  Por contraste, sin embargo, es obligado constatar que la fe cristiana, vivida en la plenitud doctrinal de la Iglesia católica, continúa siendo no sólo la luz y el aliento espiritual del que vive una gran mayoría de nuestro pueblo, sino también la fuente de los criterios morales y humanos que inspiran y guían sus vidas.

Es incluso obligado afirmar que son muchos los jóvenes que encuentran en Jesucristo, el Redentor del hombre, al amigo fiel que les acompaña y sostiene en los años de su formación personal y profesional y en la toma de las decisiones que conformarán su vida para siempre: la elección del matrimonio, de la vocación sacerdotal y de la vida consagrada. Son muchos los jóvenes que creen en El apasionadamente y ven en la Virgen María, Virgen del Pilar, a la Madre singular que por ser la Madre de Cristo ¡la Madre de Dios! les acoge, los comprende y los conduce suave y firmemente hacia su Hijo para que vean y encuentren en Él: “el Camino, la Verdad y la Vida”.

Abundantes y muy variados son los favores que los devotos de la Virgen del Pilar han pedido a la Madre de Dios en el pasado y que siguen pidiendo ahora en el presente y que pedirán en toda la jornada de hoy. Todas esas plegarias estarán relacionadas, sin duda alguna, con grandes bienes muy importantes para ellos y para sus familias: la salud propia o de los seres más queridos, la estabilidad y el amor en el matrimonio, la unidad y la armonía familiar, la seguridad del puesto de trabajo, el éxito en los estudios y en el ejercicio de la profesión, la buena marcha del negocio propio o de la empresa, el que no se pierdan las buenas amistades, etc. Peticiones muy legítimas y fácilmente comprensibles. ¿Pero no nos urgirá hoy tanto o más pedir por la fe cristiana de las familias y de los jóvenes de España?

La fe es el gran don de Dios para el hombre que busca y precisa conocer la verdad y el sentido último de la existencia terrena en su plenitud, que quiere mantener la esperanza en la Vida verdadera por la que son vencidos el mal, el pecado, la muerte temporal y eterna, y que necesita, sobre todo, para poder subsistir con la dignidad propia de la persona, descubrir el amor auténtico y vivir de su fuerza y dinamismo: el amor de Dios “que es el Amor” y que le lleva infaliblemente al amor del hombre que es su hermano.

Pedir hoy, día de la fiesta de toda la hispanidad, a la Virgen del Pilar, a su Madre, ¡la Madre de la Iglesia! en este lugar privilegiado desde el que veló siempre desde los inicios de su historia cristiana por el bien de todos sus hijos; rogarle desde esta ciudad de San Vicente, por la conservación y el crecimiento de la fe de los vicentinos en el Evangelio, en la Buena Noticia de Jesucristo, equivale a pedir el bien de los bienes para la familia y la juventud de San Vicente.

La familia y los jóvenes constituyen, en definitiva, el indispensable sostén para su presente y la garantía humana más sólida para su futuro: un futuro en libertad, paz, justicia, solidaridad y en amor. Podemos estar seguros: ¡no nos equivocaremos con esta plegaria! Su valor para los vicentinos de hoy y de mañana supera y trasciende todo egoísmo y utilitarismo posible, abriendo y asegurando la vía regia del amor más grande.

Creer en la Palabra de Dios y cumplirla es lo que caracteriza la forma de vida que abre al hombre el camino para poder ser bienaventurado ¡dichoso! ya en este mundo y, por supuesto, en el otro: en la eternidad. María la cumplió la primera y, por eso, quedó constituida como Madre de los creyentes. Su humilde, pero firme, Sí a ser la Madre del Hijo de Dios la llevó hasta hacer suya la experiencia de compartir la Cruz de su Divino Hijo. “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”, gritó entusiasmada a Jesús una mujer del pueblo en medio del gentío que lo rodeaba.

La contestación de Jesús, tal como nos la relata el Evangelio de Lucas, es desconcertante: “mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. En un pasaje paralelo, dirá todavía más: “mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lc. 8,21). Así respondía Él a la noticia de que su Madre y sus familiares habían llegado a donde estaba El predicando. Una respuesta aparentemente muy dura para la Madre, aunque en el fondo revelaba lo más valioso de su maternidad llena de misericordia para sus hijos.

También para ellos lo importante  resulta ser el Sí de la fe, en la que les ha precedido, sostiene y acompaña indefectiblemente la Madre. A María, por ser la primera de los creyentes y por su entrega incondicional a la voluntad del Padre, “el Señor la ha coronado, sobre la columna la ha exaltado”.

El don de la fe hay que saber pedirlo. Es la gracia inicial que se recibe por la infusión del Espíritu Santo: ¡su primer don! Los Apóstoles cuando regresan del Monte de los Olivos a Jerusalén después de la despedida del Señor, que había subido a los cielos, lo que hacen es dirigirse al cenáculo, la casa donde se alojaban, para dedicarse a la oración en común junto con algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús.

No había otro modo de esperar el don del Espíritu Santo que Jesús les había prometido a fin de que pudieran cumplir su mandato de hacer discípulos hasta los confines del mundo a todos los que creyesen en su Palabra, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Tampoco hay otro modo hoy –ni lo ha habido, ni lo habrá nunca!– de esperar con fruto una renovación de la fe en nuestra sociedad si no es por la oración de la Iglesia o, lo que es lo mismo, a través de la súplica de todos sus hijos unidos a María, la Madre, junto con los Sucesores de Pedro y de los Apóstoles. ¡Hagámoslo así hoy y aquí en esta Basílica del Pilar de San Vicente, en el día grande de la Fiesta de esa Madre que por ser Madre de Dios es Madre nuestra!

¡Que la Virgen del Pilar guarde a la humanidad entera, a todos sus hijos que la veneramos en la Iglesia y a todos los vicentinos, en la fe verdadera de sus mayores, en la esperanza de la vida y la felicidad eterna y en la gracia del amor que nunca pasa!

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