Si hay un término bíblico que ha evolucionado a lo largo de los siglos, ocasionando frecuentes malentendidos, se trata sin duda del verbo «juzgar» y otras palabras emparentadas. Uno de los libros más antiguos de la Biblia, justamente titulado Shophetim (Jueces), presenta a una mujer, Débora, que “era juez en Israel. Se sentaba bajo la palmera de Débora… y los israelitas subían donde ella en busca de justicia”. Para la mentalidad judía de la época el término juicio hacía referencia a cuestiones de arbitraje. Dado que en todas las sociedades humanas pueden surgir diferencias entre grupos o individuos, va en su propio interés encontrar un medio de resolverlas, sin violencia y de una forma aceptable para todos. En el antiguo Israel, las partes en disputa se presentaban ante una persona respetada –una profetisa, los ancianos – para exponer públicamente el motivo de la disputa. Tras examinar la situación, el juez pronunciaba su veredicto, su «juicio».
Así, el papel fundamental de los jueces era restaurar una armonía social quebrantada por actos violentos. El término bíblico para describir esta armonía o buen orden es «tsedeq», traducido a menudo en español como «justicia». Sin embargo, no se trata de dar a cada uno lo que se merece, ni de examinar una infracción de una ley escrita ni, aún menos, de castigar a un culpable, sino más bien de favorecer la paz y el bienestar (shalom) de la sociedad, volviendo a poner las cosas en su sitio. En vista de esto, el juez necesita un don particular que podemos calificar de sabiduría, una visión que vaya más allá de lo que los acontecimientos muestran, para poder discernir el bien y el mal ocultos. En la Biblia el rey Salomón es el arquetipo de esta sabiduría del juez, particularmente en la célebre historia de las dos mujeres que vienen a él a pedir su juicio (ver 1 Reyes 3, 16-28). El relato finaliza así: «Todo Israel se enteró de la sentencia que había pronunciado el rey, y respetaron al rey, viendo que poseía una sabiduría sobrehumana para administrar justicia» (v. 28).
Dado que el mantenimiento de la armonía y de la justicia es el bien más grande para una sociedad, no es sorprendente que el verbo «juzgar» signifique también en hebreo «gobernar, reinar». En los tiempos de la monarquía de Israel, el rey era el juez por excelencia. Ahora bien, la creciente complejidad de la vida pública favorece la aparición de una clase de personas acomodadas y poderosas con tendencia a explotar a los pobres y a los débiles. Así, el papel del rey como juez es ante todo el de ocuparse de los necesitados. No se pone de su lado por ser mejores que los ricos, sino sencillamente porque no tienen a nadie que les defiendan. Desde el punto de vista de los pobres oprimidos, el verbo «juzgar» es sinónimo de «salvar», por muy sorprendente que nos parezca: “Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa contra gente sin amor” (Salmo 43,1). Se trata de hacer justicia al inocente incapaz de protegerse. El retrato del rey ideal resalta este papel de defensor de los desfavorecidos: “Juzgará con justicia a los débiles y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra” (Isaías 11,4). “…que juzgue rectamente a tu pueblo, a tus humildes con equidad. Defenderá a los humildes del pueblo, salvará a la gente pobre” (Salmo 72,2.4). No obstante, el juez último es el mismo Dios, quien lo ve y comprende todo y, además, es incorruptible. Los fieles esperan con impaciencia el día cuando vendrá para «regir el orbe con justicia» (Salmos 67,5; 96,13; 98,9). En ese momento no se teme el juicio de Dios, si no que se desea ardientemente.
Con el tiempo, esta visión positiva de juicio queda algo matizada, entre otras razones, por una mayor consciencia de la omnipresencia del mal. Así, un fiel reza: “No llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre vivo es inocente frente a ti» (Salmo 143, 2). Esta persona ya no cuenta con el juicio divino, sino con su perdón (ver Salmo 130,3-4). Cuando la Biblia se tradujo al griego, el verbo utilizado para «juzgar», «krinô», señala sobre todo el acto de discriminación entre el bien y el mal. El acto positivo de volver a poner a alguien en su justo sitio, queda relevado por otro verbo, «dikaioô», que significa «justificar » o «rehabilitar», utilizado concretamente por San Pablo en su Carta a los Romanos (por ejemplo, 3,24-26; 5,1; 8,33). Si bien se mantiene la fe en un Dios que viene a salvar a los suyos, ya no se expresa con el término «juzgar», que toma en primer lugar un matiz neutro – la separación de ovejas y cabras (ver Mateo 25,32-33) – siendo después cada vez más negativo. Desgraciadamente, esto nos oculta el auténtico sentido de un término bíblico que expresaba ante todo la preocupación de Dios por la justicia y la paz en el mundo, así como la proximidad al hombre oprimido.
Hoy que vivimos en una sociedad marcada por la violencia y la inseguridad en la que son los pobres quienes están más expuestos a la injusticia, urge hacer nuestro este concepto bíblico de Justicia, que nos permita restaurar la armonía en nuestra sociedad tan fragmentada y dividida.
Pbro. Mauricio Merino
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